Agroecología
"Todavía nos falta una definición urbana de soberanía alimentaria"
|Argentina|
La pandemia puso sobre la mesa el debate sobre lo esencial. Las restricciones de la cuarentena obligaron al gobierno a definir, de un momento para el otro, las actividades imprescindibles para sostener el funcionamiento de la sociedad durante los meses en que todo pareció quedar suspendido en el aire. La producción, distribución y comercialización de alimentos ocupó un rol central en esta re-jerarquización a la que nos expuso la circulación de una nueva cepa de Coronavirus. Agricultores, camioneros y mercados mayoristas fueron puestos en valor -quizás como no sucedía desde hace décadas- por garantizar el abastecimiento alimentario en un momento adverso.
Son tiempos signados por un estado interrogativo permanente. Proliferan los análisis, pero persisten las preguntas. Las más habituales hacen referencia al mundo que vendrá: ¿nos hará la pandemia más solidarios? ¿crecerá la presencia de los Estados en todo el mundo? ¿tiene fecha de caducidad este capitalismo de escasa o nula conciencia ambiental? En este sentido, vale la pena preguntarse qué reflexiones motorizó el COVID-19 sobre nuestra manera de producir y consumir alimentos a nivel global. ¿Es posible establecer una relación entre la pandemia y los sistemas de producción tradicionales? ¿Es momento de cuestionar la desconexión del campo con las grandes urbes?
El estado de vulnerabilidad al que nos expuso esta enfermedad -de fácil contagio y sin vacuna por el momento- intensificó el interés de muchos consumidores por los alimentos ricos en vitamina C (asociados a la necesidad de reforzar las defensas del sistema inmunológico) pero también por los alimentos “frescos, sanos y seguros”. La agroecología, un concepto que ha crecido con fuerza durante los últimos años en nuestro país, tomó especial relevancia en ese contexto. Al igual que en el párrafo anterior, nos permitimos acá una pregunta: ¿Es esta una oportunidad para reflexionar seriamente sobre cómo nos estamos alimentando?
Para encontrar algunas respuestas conversamos con Pablo Tittonel, agrónomo y director del Grupo Interdisciplinario de Investigación-Extensión en Agroecología, Ambiente y Sistemas de Producción (GIAASP) del Instituto de Investigaciones Forestales y Agropecuarias de Bariloche (IFAB), el cual trabaja bajo la doble dependencia de INTA-CONICET. Por otro lado, es profesor titular del grupo de Ecología de los Sistemas Agrarios (Farming Systems Ecology) de la Universidad de Wageningen, en Holanda, región de los Países Bajos en la que además reside varios meses al año por su cátedra a tiempo parcial sobre paisajes Resilientes, financiada por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) en el Instituto Groninga de Ciencias de la Vida Evolutiva.
Para Tittonell, el impacto de la pandemia debe pensarse en tres escalas diferentes: la productiva, la comercial y la alimentaria, que incluye a los consumidores. “Creo que esta crisis no solo afectó estos tres niveles, sino que ha sido consecuencia de cómo están configurados los mismos entre sí”, explica.
¿Es posible establecer una relación directa entre los sistemas productivos actuales y el COVID-19? ¿Es apresurado determinar que los orígenes de la pandemia son agrícolas?
Mirá, existe una relación entre la disrupción de los ecosistemas y la exposición del ser humano a los virus. Ahora, todavía no está demostrado científicamente que este haya sido el caso concreto y hay que ser cautelosos al respecto. Sí es necesario pensar que la destrucción de los ecosistemas nos va a llevar a exponernos cada vez a este tipo de problemas. La deforestación y el avance de los monocultivos, o la urbanización a expensas de los hábitats naturales donde están contenidos estos patógenos, es peligrosa. Un ecosistema es una especie de cortafuegos ecológico que mantiene a todos esos bichos o bacterias ahí adentro, autorregulándose. En el momento en que el humano lo rompe y se introduce ahí, o introduce sus animales, nace el problema.
A nivel global, ¿cómo impactó la pandemia en cuanto a la circulación de los alimentos?
Nos hizo dar cuenta de que somos muy vulnerables frente a las restricciones de movilidad. No lo vemos tanto en Argentina porque tenemos la posibilidad de autoabastecernos en gran medida, pero sí quedo muy claro en otros países de Europa, Asia o África que dependen muchísimo de las importaciones. También afectó a las exportaciones. Países que por ejemplo envían fruta en grandes volúmenes, como el caso de Chile, vieron perjudicado su negocio. Esta altísima dependencia del comercio internacional, la deslocalización de la producción, nos va a llevar cada vez más a este tipo de situaciones. Una restricción a la movilidad es un problema para todos.
"La pandemia nos hizo dar cuenta de que somos muy vulnerables frente a las restricciones de movilidad"
La vulnerabilidad también se expuso en el consumo interno. Consumidores preocupados porque no les aumenten los precios en contexto de pandemia, un Estado buscando alcanzar acuerdos de precios máximos…
Sí, las restricciones a la movilidad afectaron los precios e hicieron más vulnerable el abastecimiento. Hay una gran diferencia entre los que tenemos la suerte de vivir en un lugar semi-rural y las personas que viven en las grandes ciudades; es decir, el 90% de la población argentina. Si en un contexto como el actual a una cadena de supermercados o a un almacenero se le ocurre aumentar los precios de un producto, uno se encuentra con pocas opciones para hacerle frente y está limitado porque necesita consumir igual. En cambio, en las regiones donde los consumidores pueden tener acceso o una relación directa con los productores, ese tipo de abuso probablemente no se produzca.
Desde lo alimentario, ¿qué cosas expuso la pandemia?
El problema con el sistema alimentario incluye otro factor, que son los patrones de consumo. Actualmente Argentina tiene el nivel más alto de consumo de alimentos procesados en Latinoamérica, lo cual además de tener consecuencias gravísimas para la salud, marca la estrecha dependencia en nuestra manera de consumir. Pero además tiene que ver con nuestros hábitos de vida. Si uno vive en una ciudad grande, donde para moverse al trabajo hay que pasar una o dos horas en colectivo, te queda poco tiempo para llegar a casa y ponerte a procesar un atado de acelga, por ejemplo. Lo más probable es que compres un congelado con las acelgas ya hervidas. De nuevo: cualquier restricción a este sistema de alimentación nos agarra en offside y el desabastecimiento es una posibilidad. Y te agrego un dato más, para nada menor: en el mundo actualmente existen unas 113 millones de personas que dependen de las ayudas alimentarias. Al restringirse la movilidad todas estas personas se vieron en una situación muy comprometida.
El boom agroecológico
Como divulgador de la agroecología, desde que comenzó la pandemia Tittonell ha hecho de su canal de YouTube o su perfil de Instagram un espacio para difundir conocimiento sobre el armado de huertas en casa, aprovechando el renovado interés de muchos ciudadanos en su vinculación con los alimentos. “Empecé a hablar de huertas urbanas producidas en un metro cuadrado. Son contenidos sencillos, que a veces no van de la mano con el ‘prestigio de investigador’ (risas). El objetivo principal es que la gente pueda motivarse”, explica.
En nuestro país la agroecología es un hecho. En algunos casos avanza traccionada por consumidores más preocupados que nunca por conocer la forma en que se produce su comida. En otros casos, son los propios productores quienes comienzan a revisar su estructura de costos y sus prácticas diarias en el campo. De cualquier modo, el boom de esta práctica (¿alternativa?) puede verse en la multiplicación de programas, cursos de formación, carreras universitarias e incluso áreas específicas del Estado para promoverla a lo largo y ancho del país, tal es el caso de la Dirección Nacional de Agroecología conducida por el agrónomo Eduardo Cerdá, de larga trayectoria en la materia.
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¿Consideras genuino el interés por la agroecología o más bien algo coyuntural? Digo, hablar de la producción de alimentos “sanos” es políticamente correcto y acompaña el clima de época.
En el 2012, el por entonces ministro de Agricultura de Francia, Stéphane Le Foll, dijo: “El futuro de la agricultura es la agroecología”. Eso generó un revuelvo enorme, surgieron miles de preguntas para tratar de definir qué es la agroecología, con un intenso trabajo de instituciones como el INRA (NdE: el equivalente al INTA en nuestro país) que debía reacomodarse a ese panorama. Eso fue un gran avance porque, nos guste o no, es un país con mucho peso a nivel internacional. Posteriormente Francia impulsó, junto con otros países como Costa Rica o Senegal, la realización del primer Simposio de Agroecología en la FAO. Se organizó a pesar de que hubo 4 países que intentaron boicotearlo: Argentina, Canadá, Estados Unidos y Australia. Estamos hablando del 2014, un año donde el color político del gobierno era similar al que gobierna actualmente. ¿Con esto que quiero decirte? Que hoy muchos de esos mismos actores están en el gobierno de vuelta y están promoviendo la agroecología. Entonces, si eso sirve para cambiar la situación de los agricultores familiares y el acceso a los alimentos en las ciudades, bienvenido sea. Pero si el objetivo es meter a la agroecología en la grieta, ahí veo un problema. Yo anduve por los pasillos del Ministerio de Agricultura desde que regresé al país en 2015 (NdE: luego de 15 años trabajando en Holanda (Países Bajos), Tittonell volvió repatriado por el Plan Raíces) y he visto gente a favor y en contra de la agroecología en ambas gestiones. Por eso, si la agroecología va a ser utilizada para asociarla a un sector político corremos el riesgo de que se estanque. No obstante, es una garantía que Cerdá esté ahí. Es una persona íntegra que va a hacer todo lo posible por hacer las cosas bien.
¿Cómo ves el caso de la Unión de los Trabajadores de la Tierra (UTT), quienes le han dado mucha visibilidad a la agroecología en nuestro país?
Me parece que el caso de la UTT es un gran ejemplo para demostrar que tanto la agroecología como las organizaciones que trabajan en ella no necesitan de los gobiernos. No porque la agroecología no necesite ser promovida a través de políticas públicas, sino porque su trabajo en el campo y las calles tiene valor por sí mismo.
"Muchos agricultores que se están pasando a la agroecología lo hacen para achicar costos. Eso sí: no vas a tener el último tractor, no te van a invitar a la charla del último congreso de no-se-qué, porque no vas a ser parte de ese club. Y salirse culturalmente de ahí a veces es lo que más cuesta"
Se suele decir que la agroecología no es aplicable a gran escala, sobre todo en un país como el nuestro que es productor de cereales y granos como commodities. ¿Qué hay de cierto en esa afirmación?
Ahí participan mucho lo que yo llamo las narrativas. Afirmaciones pseudo científicas que suenan tan lógicas que la gente termina creyéndolas. La realidad es que el paquete tecnológico actual está pensado para una agricultura de escala. Le funciona muy bien a las grandes corporaciones y a los pooles de siembra porque manejan tal volumen que pueden diversificar, tienen campos en distintos puntos del país y si en algún lugar les va mal, dividen el riesgo. Compran agroquímicos a grandes volúmenes, llaman directamente a los multinacionales y arreglan mejores precios. Su negocio no es de margen, sino de escala.
Sin embargo, es el modelo en el que muchos agricultores buscan constituirse: tecnificado, hiperproductivo…
Ese es el modelo que se vende como “la modernidad”, por ejemplo, en exposiciones como ExpoAgro. El productor chico también quiere eso, quiere ser moderno y pertenecer al mundo. Y se termina metiendo en un negocio que no puede aguantar. Ese productor debería pensar en un sistema que reduzca los costos y el riesgo. Lo están haciendo: muchos agricultores de la pampa húmeda o semiárida que se están pasando a la agroecología, si bien tienen sus motivaciones personales, también lo hacen para achicar costos. Eso sí: no vas a tener el último tractor, no te van a invitar a la charla del último congreso de no-se-qué, porque no vas a ser parte de ese club. Y salirse culturalmente de ahí a veces es lo que más cuesta.
Planificar es la tarea
El mismo día que hacíamos esta entrevista con Tittonell, tomó estado parlamentario un proyecto ley para proteger a los Cinturones Verdes Productivos de nuestro país. Entre sus múltiples objetivos, el proyecto buscará detener el avance inmobiliario sobre las zonas rurales, preservar la diversidad biológica de dichas tierras y fomentar el arraigo de los agricultores locales. Esta discusión incorpora también la cada vez más frecuente relocalización de los productores de los cinturones verdes frente al encarecimiento de las tierras y el loteo inmobiliario. Expulsados del periurbano, muchos horticultores deben trasladar su actividad a las afueras de la ciudad, colocándose próximos a las producciones extensivas, exponiendo sus cultivos a las derivas de agroquímicos y al conflicto que estas convivencias suponen.
En tu trabajo como coordinador del Programa Nacional de Recursos Naturales, Gestión Ambiental y Ecorregiones del INTA, uno de los ejes principales fue el ordenamiento territorial. ¿Por qué en nuestro país resulta tan difícil garantizar la producción en los cinturones verdes?
Te cito el caso de Holanda: allí cada centímetro cuadrado del país tiene un destino, una vocación. Está todo planificado y si algo se cambia, se cambia de común acuerdo. En Argentina también están las bases para eso, pero no necesariamente se cumplen. Durante las últimas décadas las inmobiliarias han sido las encargadas de urbanizar. Venden lotes, trazan una calle y listo, ese es su negocio. Pero después tiene que venir el Estado a poner el dispensario, la comisaría, las cloacas, la luz. Lo ideal sería que el Estado planifique desde un principio cómo se va a usar ese territorio. El ordenamiento territorial es el elemento central de lo que llamamos gobernanza: la capacidad que tiene un pueblo de definir qué hace con sus recursos.
El ejemplo más claro es la tierra, pero también se debe planificar sobre el agua, la biodiversidad, los corredores verdes. Perder un cinturón verde es consecuencia de falta de planificación. Más allá de su necesidad productiva, un cinturón verde es importante por los servicios ecosistémicos que ofrece, por ejemplo, la regulación hídrica. Si vos perdés el cinturón verde de una ciudad vas a tener inundaciones todos los años. ¿Y quién paga por ese costo? ¿las inmobiliarias? Lo mismo cuando aparecen los problemas de deriva al lado de las escuelas. Además de preocuparnos para que ya no pase, hay que preguntarse: ¿qué hace esa escuela ahí? o ¿por qué permite alguien que haya cultivos a tan pocos metros de un establecimiento rural?
Respecto a ese último punto, ¿consideras que la agroecología puede ser una solución para la convivencia en los periurbanos?
En realidad, me gustaría que la decisión de hacer agroecología sea una decisión proactiva, no únicamente la solución a un problema en concreto. Sino, el día que se invente una máquina que no produzca deriva se acabó el interés por la agroecología. Está bueno que sea una vía de entrada, pero mejor sería que esta forma de producir se expanda por la generación de políticas públicas o por la demanda. Y es un poco lo que está pasando. La mayor parte de los productores de verduras con los que conversé y están interesados en la agroecología, es porque cada vez se lo piden más en los mercados.
Si vos perdés el cinturón verde de una ciudad vas a tener inundaciones todos los años. ¿Y quién paga por ese costo? ¿las inmobiliarias?
Algo que mencionas mucho es la aplicación de la agroecología a “escala de paisaje”. ¿Podés explicar de qué se trata y porqué es importante?
Cuando hablamos de agroecología no podemos circunscribirnos a la parcela de un productor. Porque los procesos que nos ayudan a, por ejemplo, no usar pesticidas, tienen que ver con lo que pasa en todo el paisaje. Los insectos que trabajan en el control biológico de plagas no conocen los límites de lotes ni de campos: van a buscar los recursos para sobrevivir a donde los tengan más cerca. Y si un productor tiene un hermoso campo agroecológico pero su vecino aplica agroquímicos, cuando los insectos vayan de un lote al otro morirán. Las interacciones biológicas en el espacio son importantes, son parte de la infraestructura ecológica del sistema.
En las últimas semanas reapareció en la agenda pública el concepto de soberanía alimentaria a raíz de la posible intervención de Vicentín por parte del gobierno nacional. Sin centrarnos en el caso particular, nos gustaría conocer qué opinión tenés sobre este concepto que tiene mucha fuerza para los movimientos rurales, pero quizás no tanta para las personas que viven en la ciudad.
En el año 2007 se realizó en Nyeleni, Mali, la Declaración de Soberanía Alimentaria con la participación de decenas de organizaciones campesinas, ONG, organizaciones de la agricultura familiar. En 2017 se celebraron los diez años y me invitaron a participar del evento para dar la charla de apertura y un curso de agroecología. Me acuerdo que todos estaban encantados con el concepto y yo llevé mi cuota de escepticismo (risas). Les dije: “Miren, me encanta la idea de soberanía alimentaria, pero creo todavía nos falta una definición de soberanía alimentaria urbana”. Es más fácil hablar de soberanía alimentaria cuando pensamos en los campesinos, en la gente que vive en el campo y puede decidir qué producir, o en las personas que viven pueblos chicos con productores en cercanía. Pero cuando vivís en el gran Buenos Aires, el ejercicio de la soberanía alimentaria es muy complejo. Volviendo a lo que charlábamos al principio: ahí compras lo que el supermercado te ofrece y lo que los precios te permiten. Entonces, estamos lejos de tener una definición abarcativa y urbana de la soberanía alimentaria. Claro que no hay que descartarlo, pero sí readaptarlo.
Quizás la pandemia sea una buena excusa para pensar cómo se puede aplicar ese concepto también en las grandes urbes.
Sí. La pandemia nos mostró que es muy importante tener productores de conocimiento y de tecnología, pero que sin productores de alimentos la cosa se complica. Lo que hay que hacer es volver a poner en valor a quienes producen la comida. En el futuro puede haber más catástrofes de este tipo ligadas al cambio climático, a problemas con el agua. Y esta situación nos tiene que mostrar que una política de alimentos es fundamental. Llamémosla reforma agraria, soberanía alimentaria o incubadoras de start-ups agrícolas para atraer a los jóvenes al campo. Llamémosla como sea, pero algo hay que hacer. Así como venimos hasta ahora, no va más.
Para Tittonell, el futuro de los sistemas productivos no puede estar desligado de la necesidad de repensar los modelos alimentarios y su implicancia cultural y social. Diversificar el plato para diversificar el campo, y viceversa.
A las muchas incógnitas que la pandemia instaló sobre el futuro de la economía y los Estados habrá que sumarle el de la alimentación desde una perspectiva integral. ¿Es sostenible seguir produciendo sin planificar el uso de los recursos a largo plazo? ¿Tiene sentido hablar de un aumento de la producción en un mundo donde el mayor problema es la desigualdad en el acceso? ¿Existirá la decisión política de imaginar una nueva lógica de distribución de la tierra? ¿Los altos índices de obesidad y sobrepeso instalarán un debate serio sobre las dietas basadas en ultraprocesados y su impacto en la salud humana?
Como se dijo al principio de esta nota: son tiempos donde proliferan los análisis, pero persisten las preguntas. Esperamos que la nueva normalidad incorpore un ejercicio de memoria activa y retome estas discusiones que marcan el signo de la época.