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Política Sectorial

Crecen los casos de explotación en el campo mendocino

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|Mendoza|

Artículo publicado originalmente en el medio Los Andes con la producción periodística de Sandra Conte, Soledad González y Mauricio Manini. Fotos y videos: Ignacio Blanco y Claudio Gutiérrez.

A mediados de abril, se viralizó un video en el que se puede ver cómo un hombre, conduciendo un tractor, aplasta a un joven trabajador rural con el vehículo contra un poste. Aunque estos casos de extrema violencia por parte de los propietarios de la tierra contra quienes la trabajan son poco comunes, la precariedad y el abuso en el campo son más habituales de lo que se piensa. En 2020 y el primer semestre de 2021, el Ministerio de Trabajo de la Nación ha realizado 289 inspecciones y labrado 18 actas por encontrar situaciones de explotación.

Esto se explica, en parte, por la concentración de las propiedades agrícolas. Según datos del Censo Agropecuario Nacional, en 20 años, se pasó de 7 mil explotaciones (registradas en el censo de 1998) a 2.700 -en el de 2018-, mientras que las hectáreas se mantuvieron estables, en torno a las 30 mil. Como los dueños de la tierra son pocos y las opciones para trabajar, reducidas, muchos chacareros toleran situaciones precarias y maltrato por temor a quedarse sin un ingreso.

A esto se suma la vulnerabilidad de los trabajadores rurales, que se fundamenta en que muchos provienen de generaciones que se han dedicado a las labores culturales y no avizoran otras oportunidades. Además, varios son originarios de otros países o provincias (o descendientes) y, sobre todo, los acuerdos entre partes se realizan por lo general de modo verbal, por lo que los aparceros no cuentan con un contrato escrito para reclamar que se cumpla con lo pactado.

El grito

Aunque han pasado meses, Yolanda Amador, mamá de Alex, quien fue aplastado por el tractor –afortunadamente, no quedaron daños permanentes en su pierna- cuenta que todavía guarda el video en su celular y que, cada tanto, vuelve a verlo y no puede terminarlo. En las imágenes, que fueron tomadas por otra de sus hijas, Rocío, con su teléfono, se puede ver el momento en que el hijo del dueño de la propiedad ubicada en Rodeo del Medio avanza con el vehículo para obligar a Alex y Urbano Lamas (esposo de Yolanda) a que se corran para tirar abajo el portón. Como no se mueven, el joven queda entre el tractor y un poste, y, al ser aplastado, grita de dolor. También lo hacen, atemorizados, otros integrantes de la familia.

Poco antes, mientras cosechaban zapallos bajo la lluvia, Rocío tomaba un video. La relación con el dueño de la finca ya estaba tensa, por lo que cuando el hijo observó que la joven estaba grabando, le dijo que dejara de hacerlo. Como la chica siguió, la agarró del pelo, la tiró al suelo y la arrastró para que soltara el teléfono.

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Cuando Yolanda intervino, según relata, el joven empezó a pegarle a ella también y luego agarró un palo y le dio varios golpes en la cabeza. Después, se subió al tractor e intentó tirar abajo el portón del cierre perimetral de la vivienda, para sacar las pertenencias de la familia que había vivido ahí y trabajado 50 hectáreas durante casi cuatro años. Entonces fue que se interpusieron Urbano y el mayor de los hijos, Alex.

Unos días después, el video se viralizó y se pudo conocer lo sucedido. Un grupo de representantes de la comunidad boliviana -tanto Yolanda como Urbano son originarios de Bolivia- y de otras organizaciones campesinas se manifestaron en la puerta de la casa del dueño de la finca, la denuncia se fortaleció y el agresor terminó imputado, por amenazas simples y lesiones leves.

Como Alberto Sánchez, el propietario, no contaba con antecedentes penales, en agosto se produjo una “suspensión del juicio a prueba”, lo que significa que la persona imputada queda en libertad mientras cumpla con ciertas normas de conducta. Si comete otro delito, se le suma la pena de este delito precedente. Los Andes se comunicó con la familia Sánchez, para que pudieran dar su versión de los hechos, pero prefirieron no hablar sobre el tema.

El origen

Cuando Yolanda y Urbano firmaron el contrato, cuatro años atrás, el dueño, según explican, evitó darles una copia, para “cuidar” el documento de que lo dañaran los niños, y cuando los trabajadores fueron después a la escribana, se negó a dárselas con la excusa de que había que revisar muchos libros para encontrarlo. Así fue como, pese a que el acuerdo era que lo cosechado se dividía 50% y 50% entre el dueño de la tierra y quienes la trabajaban, sólo recibieron 30%.

Además, sabían que les entregaba menos dinero por la cosecha que el promedio del mercado, pero como aspiraban a darles un mejor futuro a sus hijos, callaban. Y así fue hasta que, a fines de 2020, les pagó $15 el kilo de ajo, cuando los productores estaban recibiendo $45 y cuestionaron el porqué de esa diferencia. Es que, en la producción de 90 mil kilos que habían obtenido, la variación ascendía a más de $2,5 millones.

El hombre les respondió que ellos pagaban lo que querían y que, si no les gustaba, podían irse. Desde ese momento, la familia siguió cosechando lo que ya había sembrado, pero no colocó nuevas plantas. Esperaban que el propietario pagara lo que les debía y poder irse cuando terminara el contrato, el 1 de mayo. Pero después de lo sucedido, no volvieron a sentirse seguros y los niños no querían ni siquiera salir a jugar. Como tenían una vivienda a medio construir en un pequeño barrio en Las Violetas (Lavalle), se mudaron. Se trata de una edificación pequeña para diez personas, pero al menos recuperaron algo de tranquilidad.

Una persona les dio seis hectáreas para trabajar en Puente de Hierro, cerca de donde vivían antes. Si bien no pueden pagar el alquiler de ese terreno, porque no les quedó dinero, acordaron entregar un porcentaje de la producción. Pero aún se ven en dificultades para poder comprar las semillas y los almácigos, mientras esperan que el proceso civil, por la deuda, se resuelva y recibir lo que el dueño de la otra finca les debe.

Actualmente, esta causa –diferente a la penal- se encuentra en una etapa de conciliación en la Oficina de Conciliación Laboral (OCL), que depende de la Subsecretaría de Trabajo. Es una etapa previa a la judicialización del conflicto, en la que se intenta que las partes lleguen a un acuerdo.

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El contexto

Las relaciones entre el dueño de la tierra o “patrón” y quien trabaja el cultivo o “chacarero”, se regulan por la ley 13.246, de Arrendamientos y Aparcerías Rurales; una normativa que data de 1948 y fue actualizada en 1980. Si bien hay muchos tipos de contratos, por lo general el propietario de un terreno agrícola aporta la tierra, las semillas y los instrumentos de trabajo, mientras que el chacarero contribuye con la mano de obra.

El sociólogo Lautaro Breitman Pacheco, integrante de la Federación de Cooperativas Campesinas y de la Agricultura Familiar (Fecocaf), plantea que se trata de una relación laboral que no está reconocida como tal, sino que postula a ambas partes como iguales, cuando no es lo que sucede en la realidad. Por el contrario, en general, las relaciones entre ambas partes son de “extrema precariedad e inestabilidad”.

Ricardo es productor agrícola, como lo fue su padre y lo son sus hijos. Sin embargo, nunca ha podido alquilar una propiedad, por lo que realiza la labor por porcentaje. Es decir, el patrón le entrega una finca con una vivienda y acuerdan, de palabra, la proporción del precio de venta que le corresponde por su tarea.

El hombre detalla que ese porcentaje no es fijo, sino que depende del trato con cada propietario y del tipo de producción, pero que en muchos casos es del 30% e incluso el 20%. “Los patrones no nos hacen el contrato. Debe haber muy poquitos que se dediquen a la producción agrícola y tengan un contrato firmado con el porcentaje que pactan”, explica. Y añade que, generalmente, los dueños de la propiedad lo evitan, porque no quieren que el trabajador tenga un papel firmado que le permita reclamar por sus derechos.

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Pero, además, como quienes se encargan de vender son los dueños de la finca, los obreros rurales no saben cuál es el monto que reciben por esa producción. De ahí que tienen que confiar en que el valor de venta que el patrón les asegura que consiguió, y sobre el que se calcula su pago, es el real.

El no tener un contrato, añade Ricardo, también les genera una vulnerabilidad adicional, porque no saben si van a estar en un lugar determinado por una temporada, un par de años o una década. Y, como no están en blanco, no tienen acceso a obra social ni aportes jubilatorios. Esto provoca que, pese a que han trabajado toda su vida, no se pueden jubilar, con el agravante de que, cuando dejan de producir, en muchos casos no han podido acceder a una vivienda propia.

Más allá de que estas relaciones laborales son una práctica instalada en algunos sectores, la concentración de la propiedad de la tierra favorece que los trabajadores teman reclamar o denunciar estas irregularidades. Oscar Carballo, sociólogo rural que trabaja en el Conicet, señala que, en los últimos 30 años, la superficie cultivada con hortalizas en la provincia se ha mantenido prácticamente estable, ya que había 34.515 hectáreas en 1988 y 29.860 en 2008. En cambio, ha ido disminuyendo la cantidad de explotaciones. Los datos del Censo Agropecuario Nacional muestran que se pasó de 7.000 propiedades hortícolas a 2.700 -una caída de casi el 60%- en el mismo período.

Carballo añade otro dato preocupante: han ido desapareciendo los productores chicos, de hasta 5 hectáreas. “Los problemas principales son el aumento de los costos y los insumos. Las semillas tienen precios dolarizados, se nota el aumento de la electricidad y varios la necesitan para el riego. Además, hay una salida muy fuerte de productores de origen criollo que han envejecido y no tienen un reemplazo generacional”, explica.

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Los controles

La difícil situación que vivió la familia Lamas-Amador sacó a la luz conflictos que muchas veces quedan silenciados porque no se llega a la denuncia. Es que, habitualmente, los obreros rurales callan porque no sólo temen perder su trabajo, sino también la vivienda que les brinda el propietario. Luis Gutiérrez proviene de una familia de obreros rurales. Cuenta que un amigo de él tuvo un problema parecido: fue a cobrar y el patrón no le quiso aceptar el precio, y cuando reclamó, el dueño de la finca le puso un arma en la cabeza. El joven reconoce que se enteró recién ahora de esto y que siempre creyó que se había ido a trabajar a otro lugar porque había conseguido mejores condiciones.

Gonzalo Navarro es responsable de la Agencia Territorial Mendoza del Ministerio de Trabajo de la Nación y explica que, en las verificaciones que realizan en forma periódica, cuando advierten que pueden estar frente a una situación de explotación laboral o infantil, redactan un acta y trabajan con la Justicia provincial o federal, según el caso. “En 2020 y 2021, en el contexto de pandemia, hemos hecho 289 inspecciones. De ese total, algunas se derivaron a explotación infantil y otras a explotación laboral”, planteó. En concreto, durante ese período, redactaron 18 actas por este último motivo.

Cynthia Vicente Valencia, cónsul de Bolivia en Mendoza, San Juan y San Luis, comenta que reciben denuncias en el consulado -ubicado en la esquina de Martínez de Rosas y Sobremonte, de Ciudad- y asesoran a los damnificados. En el caso de la familia Lamas-Amador, intervinieron con Atajo (Dirección General de Acceso a la Justicia), el Poder Judicial, el Inadi y el Ministerio de Trabajo. “Trabajamos con distintas instituciones, como Uatre o Renatre, para hacer el seguimiento y el acompañamiento que corresponda”, afirma.

Sin embargo, la cónsul aclara que esto no sólo afecta a los obreros rurales bolivianos. En una inspección, organizada por el Ministerio de Trabajo, de la que ella participó, identificaron a 50 personas que estaban cosechando una finca en el Valle de Uco y que no estaban incluidos en ningún tipo de registro. De ellos, detalla, cinco eran de nacionalidad boliviana mientras que el resto provenían del norte argentino o eran mendocinos.

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Más precariedad

El acceso a la vivienda suele formar parte del trato que el trabajador rural realiza con el dueño de la finca. Sin embargo, esas edificaciones también tienen, muchas veces, serias deficiencias. Luis Gutiérrez ha vivido en muchas casas, ya que su madre, hija de bolivianos, era trabajadora golondrina. De hecho, todos los hermanos nacieron en un departamento diferente. Y recuerda que, en varias de esas construcciones, no había baño y tuvieron que improvisar uno, con chapa y caña.

En el mismo sentido, Ricardo señala que la mayoría de las casas en las fincas no cuentan con red de agua potable, por lo que las familias suelen tener una pileta o tanques que llena el municipio. Y tampoco tienen el baño dentro de la edificación principal, sino afuera (y ha conocido algunas que ni siquiera disponían de esta instalación.

Gutiérrez ha sufrido la explotación por parte de patrones que los presionaban para que trabajaran muchas horas bajo la amenaza de que podían echarlos cuando quisieran. También ha sido discriminado por su origen y porque había quienes los acusaban de vivir de planes sociales, mientras ellos no dejaban de hacer su tarea, aunque el pago llegara dos o tres meses después.

Ricardo, por su parte, asegura que el maltrato –ya sea físico o verbal- siempre ha existido porque el obrero rural es visto como una persona que debe tolerar todo tipo de situaciones, ya que siempre ha trabajado en el campo y se le hace difícil dedicarse a otra actividad.

El horizonte

Para modificar este panorama, el sociólogo Oscar Carballo considera que los chacareros deben organizarse, articular reclamos y generar condiciones similares a las de los contratistas de viña, además de poder acceder a la tierra. Su colega Lautaro Breitman Pacheco plantea que se necesitan políticas de fondo, para que los obreros rurales puedan ser propietarios y que el Estado debería trabajar con cooperativas y organizaciones del sector.

Urbano Lamas sostiene que debería haber más controles en las fincas por parte del gobierno y también que quienes son maltratados tienen que hablar, para que estas situaciones no se repitan. Ricardo, quien participó de un reclamo de trabajadores rurales frente a Casa de Gobierno por los bajos precios que les pagan por su producción, señaló que ese es precisamente el camino: el de la organización para demandar que se respeten sus derechos. Y Luis Gutiérrez aporta que no sólo deben unirse los chacareros en el reclamo, sino también en la compra en conjunto de elementos de trabajo e, incluso, en el alquiler de una finca.

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Aunque tal vez el siguiente nivel involucre a toda la sociedad. Jimena Sánchez, representante de Amfori para América Latina, detalla que la organización –con sede en Bélgica- reúne a mayoristas, distribuidores e importadores de todo el mundo, que buscan asegurarse de que los productos que compran provengan de condiciones de trabajo digno y cuidado del ambiente. En Mendoza, hay más de 60 bodegas que han adherido a un código de conducta para poder exportar a los países nórdicos. “Así como la calidad fue la búsqueda prioritaria hace 20 años, ahora la gran preocupación de los consumidores en los mercados maduros es la sustentabilidad ambiental y social de los productos”, plantea.

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